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viernes, octubre 05, 2007

De mosqueos automovilísticos...

Imaginen: lunes. Llegan a casa y, mientras comen cómodamente sentados, ven las noticias en televisión. Se cuenta que de viernes a domingo, último fin de semana de un septiembre cualquiera, han muerto treinta y dos personas a lo largo y ancho del país mientras subían en varios ascensores. La tragedia se tiñe de dramatismo al conocer que en alguno de los incidentes han fallecido varios menores de edad, hasta un total de ocho…

Esta noticia sería apertura de ediciones en todo tipo de medios. ¿Quién no hablaría de ello? Las autoridades en cada localidad afectada muy probablemente asistirían a los entierros. La sociedad estaría en estado de alarma general, y clamaría por explicaciones, por un endurecimiento de las normativas del sector de los elevadores… La legislación cambiaría, seguro, y la industria y sistemas afectados nunca volverían a ser los mismos. Me juego el sueldo de un mes a que incluso no faltarían “teorías de la conspiración” que buscaran la conexión oculta subyacente a tanta desgracia…

¿Ficción? Sustituyan ascensores por todo tipo de automóviles y el ejemplo deja de ser un torpe ejercicio de mi mente, para ser verdad de la buena. De la que deja manchas de serrín en el suelo. Amplíen datos aquí.

Pues en esas estamos, cuando el Congreso debate y aprueba la reforma del Código Penal que, en resumen, castiga con cárcel a los que conducen como canallas. Hasta ahí todo como debe según mi parecer. Algo es algo. Los detalles, en la prensa.

Y me agarro un cabreo de tres pares de cojones, que son seis, cuando un noséqué-directorcillo valiente de una nosécuál-asociación de conductores sale en el noticiario de sobremesa y suelta el siguiente argumento, poco más o menos:

“No estamos de acuerdo con estas medidas porque anualmente esto supondrá que unos sesenta mil conductores tendrían que ir a prisión cada año. A día de hoy, la población reclusa en España es de unos sesenta y cinco mil individuos, con lo que tendríamos que construir multitud de cárceles en todo el país”. Y se queda tan a gusto el fulano, que este es de los que cobra por jodernos, fijo.

Quitando la aplicación práctica que se haga de la ley, que es lo que de verdad importa, y no el que haya un papel donde esté publicada, los medios humanos y económicos que se destinen al fin, los efectos preventivos que realmente provoque en el comportamiento de la gente, y que con esto sólo no se acabarán las muertes en las carreteras y calles (aún quedan los fabricantes de coches que priman la potencia sobre la seguridad, las inversiones en mejora de las vías que no llegan, la fatalidad…) no sé a quién puede tan solo extrañar que nos dotemos de normas jurídicas que castiguen y prevengan el comportamiento homicida (según la RAE, “Causante de la muerte de alguien”) de cualquier miembro de la sociedad. Y les pongo un ejemplo que cojo al vuelo en “La Ventana” de la Cadena Ser, cuando en una tertulia se hace un ejercicio de periodismo ficción sobre lo que diría del tema el fallecido Carlos Llamas: ¿A que todos estaríamos de acuerdo en que un tipo, o tipa, que se pasee por la Gran Vía disparando dos revólveres a las dos de la mañana merece que le paguemos unos días en el talego? Y nos daría igual si el individuo argumentase: “- Si no había nadie alrededor, no había peligro, yo controlo mis revólveres…” Ya, y un pijo de mono. Al trullo de cabeza y no te pongas tonto, o tonta, que todavía pillas. Pues lo mismo, lo mismito hace si va a ciento diez por la misma avenida.

Pues eso. Que el sopla-claxon del directorcillo hijoputa no me cuente cuentos. Que si conduzco a doscientos, me da igual el “tipo de vía” o como me lo quieran llamar, de alcohol o drogas hasta las cejas, o sin el carné (“que los que se lo sacan son unos pringaos…”), es una decisión personal, o sea, evitable. Con lo que el argumento de los sesenta mil al año obligadamente infractores se le cae. Y si me apuran, si es necesario gastarse el superávit en cárceles para quitar de la circulación a tanto mandante, pues me lo gasto. Y en paz. La misma que le dan a los que acaban matando, y la que les quitan a los que siguen viviendo, incluidas sus propias familias. Que ojo, alguno de los canallas también la palma. Por suerte.